Estoy en una habitación vacía. No hay muebles, ni adornos, ni lámparas, nada. Solo llega la luz natural a través de las ventanas y el tragaluz del techo. Todo está pintado de un color azul apagado, y mis pies tocan unas baldosas de mármol. Empiezo a hablar. Cuento lo que pasa durante el día. Cosas aprendidas. No hay nadie. Las palabras rebotan en la pared y vuelven a mi cabeza junto al eco. Un triste monólogo que, muy posiblemente, en otro tiempo y otro lugar, me hubiera dado igual. Pero hoy no. Las horas se han cambiado para dejar paso al invierno, ¿qué más da una hora más o una hora menos? Si le hablo al viento y ni siquiera me escucha. Si no estás, y las ciudades comienzan a arder, los puentes a resquebrajarse, y los barcos a hundirse. Eres caos cuando te marchas. Eres caos cuando llegas. Pero cuando te quedas, el caos deja de ser el trueno que rompe, y se vuelve la enfermedad que cura.
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