El miedo es un señor con sombrero de copa que
comienza a lanzar dardos de curare hacia el cuerpo y la mente. Hoy
vino a visitarme. Llamó a la puerta, me saludó quitándose el
sombrero, y estuvo conmigo todo el día. Me escondo en el bosque de
mi mente, en los lugares más recónditos, donde el sol no puede
observarme, donde cristalinos lagos brillan con la luz de sus ojos.
Todo a mi alrededor es vegetación. Nada de malas hierbas, ni
arbustos de espino, nada agresivo. Pero ni siquiera ahí estoy a
salvo. Él me huele, con un olfato que eclipsa al canino más
desarrollado. Avanza lento, sin prisas, como un confiado cazador que
sabe que su presa nunca escapará. Y lo trastoca todo. Las flores
mueren; el agua, se estanca y se enturbia; el aire, se vicia,
tornándose una atmósfera casi irrespirable; aparecen zarzas y se
transforma todo en una pesadilla. Él sonríe y extiende la mano a
modo de saludo. Entonces echo a correr, no importa donde, mientras no
lo vea a él. En mi huida, noto su mirada clavada en mi nuca, fría,
calculadora, y observo que todo el paisaje ha cambiado. Nieve bajo
mis pies, el aliento expira vapor debido al gélido ambiente, y todo
se vuelve complejo. Un estado mental que nunca había visitado. Tal
era el poder de aquel hombre.
Al poco tiempo me pudo el cansancio, y caí
rendido al suelo. Cerré los ojos, y, cuando volví a abrirlos, mi
captor se encontraba tumbado junto a mí, observándome. Se levantó
y me extendió la mano. Esta vez la acepté, muy a mi pesar. Una vez
en pie, le pregunté.
- ¿Por qué has vuelto?
- ¿Volver? Nunca quisiste que me fuera.
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