Miro a la ventana y no encuentro nada. Nada ahí fuera que consiga motivarme. A veces pasan niños jugando y gritando, pero ese tiempo ya pasó para mí. Quisiera volar lejos de aquí. Vivir en Irlanda, o en algún lugar perdido, rodeada de árboles, en una casa de madera. Si es en el norte, quiero que los abetos me rodeen. O los pinos. Alzar la vista y ver pájaros volando. O copos de nieve cayendo. Y, a ser posible, tendría un caballo. Un hermoso caballo blanco, cuyo pelo ondearía al compás del viento, al unísono con el mío, mientras cabalgamos hacia el infinito. Y, al llegar a casa, alguien me esperaría y me diría: "Bienvenida a casa". Sin ataduras, sin polución, en libertad.
Encadené mi corazón a una máquina. Una pantalla fría que me colocaba palabras ante mis ojos. Sin rostro. Sin voz. Solo tinta electrónica que me hacía reir, sentirme bien, o enfadarme. Quizá las palabras que nunca pronuncié aparecen escritas en sangre. Y, a pesar de ser todo una aglutinación de palabras, consiguen hacerme sentir. Como si la luna actuase como una bombilla que cambia de color, del blanco al amarillo, y viceversa; pero que siempre está ahí.
Tanto es así que durante la noche iniciamos mil y una batallas contra el monstruo del sueño, hasta que resultamos derrotados, mano con mano, pluma con pluma, y, sin embargo, no llegamos a tocarnos. Que alguien me lo explique, porque yo no lo sé. ¿Cómo el frío puede quemar?
"Tú sabes que ponerse a querer a alguien es una hazaña. Se necesita una
energía, una generosidad, una ceguera... Hasta hay un momento, un
principio mismo, en que es preciso saltar un precipicio; si uno
reflexiona, no lo hace". Jean-Paul Sartre.
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