Cuando era pequeña, tenía un amigo que me contaba historias. Y una de ellas me impactó por lo que os relataré ahora después, cuando cuente la historia:
Érase una vez un mundo habitado solo por números y letras, donde todos ellos, al igual que los humanos, hablaban, caminaban, tenían manos, ojos, y pies. Un día, la S llegó pronto a casa, y vio cómo a la letra L le estaba golpeando el número 3. No cesaba de golpear a la letra, implacable, con furia. La letra S salió corriendo de su casa, llorando, hasta que no pudo más con su aliento.
Desde aquel momento supe que siempre odiaría los números. Me encerré en los libros, en las palabras que, como la letra S, se sentían golpeadas y maltratadas. El abismo que se abrió entre los números y yo fue tal, que incluso me molestaba verlos.
Más tarde supe que en realidad aquella historia que me contaba, era lo que él vivía en su casa todas las semanas, y la letra S era Susana, su madre. El número 3 era su padre, y le puso ese número porque cuando iba bebido, creía que la mujer le ponía los cuernos. El tres representaba a la tercera persona, ficticia, que su padre inventaba.
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