- ¡Jesús! ¿Cómo ha podido pasar esto? - Preguntó Otilio, el policía.
Otilio, un agente de la ley, con barriga cervecera y gafas de sol, siempre ha tenido una vida agradable en el pueblo. Lo máximo que había hecho; incautar la marihuana de los jóvenes para luego pimplársela él, o dar vueltas con el 4x4, que se vea que hace algo. Y ahora se encuentra con dos cadáveres, allí, ante sus narices. En el parque La Victoria.
- Pepe, dame el informe, y un pañuelo, que no aguanto este tufo y se me revuelve el estómago.
Pepe, compañero de Otilio, era más bien poca cosa, delgado, bigotillo cuidado, y algo más serio que su homólogo.
- Pues son Don Caci, y su subalterno, el Que. Tienen heridas cortantes graves, ambos, en la zona de la garganta, haciendo una oscilación de izquierda a derecha.
- En cristiano, Pepe.
- Que les han rajao' el cuello, vamos.
- ¡Qué horror! ¿No hay ningún testigo?
- Sí, sí lo hay. No ha querido dar su nombre, y solo cooperará si protegemos su identidad.
- ¿Qué tonterías son esas? Anda, llévame a verlo, que este pestazo se me va a pegar en la ropa, y luego mi mujer me mata.
Y así, Pepe y Otilio, que bien podrían recordar a personajes de tebeos a los lectores de más edad, se fueron a la comisaría, instalada a las afueras del pueblo, donde les aguardaba el importante testigo.
Las oficinas, relucientes, apenas habían sido usadas para algo que no fuera jugar a las cartas y echarse unas cervezas. Qué dura y aburrida es la vida del policía en el pueblo, que no pasa nunca nada. Aunque para ver lo de hoy, mejor que siguiese así.
- Bueno, pues ahí está la persona de la que te hablé. Se ha puesto una máscara y no quiere quitársela. Que si se la quitamos no nos cuenta nada, dice.
El desconocido estaba sentado, y ambos policías optaron por sentarse enfrente.
- Pero "amos" a ver hombre, ¿cómo va a hacer eso? Si no quiere contarnos las cosas, al cuartelillo, y verás como canta, ¿verdad Otilio? Pero bueno, tengo curiosidad, así que dejaremos eso para después. Cuéntanos lo que viste ayer. - Ordenó Pepe.
- Lo haré, pero después de esto, no haré más declaraciones.
Era una voz ronca, algo débil, la que emitía ese murmullo, pero tenía algo que incitaba a aceptar lo que dijese.
- Era la noche del clásico de fútbol, osease, anoche. Yo iba camino de casa, cuando vi a unos muchachos armar jaleo en el parque de La Victoria. Uno de ellos se había llevado una tablet de esas modernas y estaban poniendo el partido. Habían bastantes botellas de alcohol por el suelo, y los muchachos estaban poniéndose finos, pero al parecer molestaban con el ruido a los vecinos.
Entonces vi aparecer a Caci, el alcalde, con el Que, y se acercaron adonde estaba la chavalada.
- ¿No podéis dejar de hacer ruido? Estáis molestando a los vecinos. - Dijo Caci.
- ¿Y a nosotros qué más nos da, viejo? Te van a seguir votando, los tienes puestos a dedo en el ayuntamiento y les das vales de comida. - Se rió uno de los allí presentes.
- Cuidado con lo que dices, amigo, no sabes quién soy. Marchaos ahora mismo o llamaré a la policía.
- Oye, viejo, relájate, estamos intentando ver el partido, de buen rollo. Tómate unos tragos y vete con tu mujer.
Más carcajadas. Fue entonces cuando el Que cogió una de las botellas, y la tiró al suelo. Se hizo añicos. Entonces la atmósfera cambió. Ya no había risas.
- Esa botella ha costado dinero, ¿sabes? Espero que la puedas pagar.
- No tiene que pagaros nada, os lo habéis ganado. Dad gracias a que se queda ahí. - Intervino el alcalde.
- ¿Ah, sí? ¿Y qué más podría ocurrir?
- Pues, por ejemplo, ¡esto! - Exclamó, mientras le daba una patada a otra botella.
Aquello terminó por caldear los ánimos. Los muchachos agarraron a los dos hombres, que forcejeaban.
- ¡¿Cómo os atrevéis?! ¿No sabéis quién soy? Esto os costará muy caro.
- Claro que lo sabemos. Te crees que eres intocable por tener a medio pueblo en el bolsillo, pero aquí no tienes nada que hacer, despídete, Caci. - Le espetó uno, mientras le acariciaba ferozmente el cuello con la navaja.
Después le llegó el turno al Que. Dejaron los cuerpos allí tirados, cogieron las botellas que quedaban, y se marcharon de allí, antes de que se terminase el tiempo del descanso. Entonces yo llamé a Otilio, y él acordonó la zona.
Y hasta aquí las aventuras de Pepe y Otilio. Como es una interpretación muy libre de Los Santos Inocentes, dejaré algunas notas a pie de página y reflexiones.
En general supongo que habréis identificado quién es quién en el paralelismo, si habéis leído la novela, o visto la película. Yo entraré a hablar del que sería Azarías. Aquí, en este relato corto, ese papel lo interpretan los jóvenes del botellón, y la Milana bonita, evidentemente, es el alcohol y el fútbol, aunque se podrían introducir más elementos.
Ahora bien, Azarías, y toda la gente de aquel entonces, tenían una excusa. El primero tenía problemas mentales, y los familiares eran analfabetos, o bien tenían poca cultura, así que seremos buenos, y no nos vamos a enfadar con ellos por ser así. Ahora bien, nosotros no tenemos excusa. Tal vez, los abuelos, y en parte los padres, pero los jóvenes, no tienen ninguna. El cielo está abierto para nosotros. La cultura es más accesible que nunca, existen los medios para acceder a ella de forma gratuita, y quien no la adquiere es porque no quiere. Habrá excepciones, claro, pero en general, se rechaza. Yo he visto a gente pedirme que les resuma una obra de teatro, porque no había cojon** de que abriesen un libro. Y lo peor es, vanagloriarse de eso. Nos estamos dilapidando nosotros solos. Y el castigo lo vemos día a día, es decir, ha cambiado todo, pero las estructuras sociales, y ese analfabetismo cultural, siguen igual. Sabemos leer, sí, ¿pero para qué? Si en el fondo somos como Azarías.
Y para que esto no os suene demoledor, dejo una situación hipotética. Imaginen que hoy mismo se prohíbe el fútbol. Que se corta todo tipo de vínculo con él. Se armaría una buena, ¿verdad? Pues bien, ¿creeis que si lo que se prohibiesen fueran los libros, se armaría el mismo revuelo?
A petición de Nuria.
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