Las flechas del cielo laceran la tarde, calles regadas con los litros de la vida, pero no de la mía. Me quedé sin nada aquí, solo la tinta recorre los intrincados pasillos del corazón, negra, como la visión del horizonte. Una sima entre lo que soy y lo que alguna vez deseé. Las burbujas reventaron y me quedé impregnado del olor putrefacto del que estaban hechas, un fuerte tufo a ingenuidad, y a ilusión traicionera, tal es la magnitud del crímen.
No hay peor forma de matar a alguien que mirándolo, pasivamente, mientras asiste a su propia destrucción, y, a las palabras que lance, responderle con un silencio ensordecedor, y una chispa escondida de ilusión.
No hay peor forma de matar a alguien que dándole la mano mientras le clavas el puñal.
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