Me dijeron que el amor termina muriendo de frío en medio de una noche nevada en el punto más alto del Everest. Que, como una gran hoguera que ilumina el cielo, va apagándose, con el paso de los días.
Frío. Frío. Congelación.
Me contaron que las olas del mar devoran su destartalado barco de madera en las noches de tormenta. Que, al igual que la luz del faro que vigila el mar, va perdiendo su brillo hasta apagarse si nadie le auxilia.
Desgaste. Desgaste. Oscuridad.
Me aseguraron que el amor era un hombre amable que acababa por volverse un fantasma. Que, lo mismo que un moribundo, va dejando cada vez menos su huella entre nosotros, hasta dejar solo restos.
Debilitamiento. Debilitamiento. Muerte.
Lo que nadie me dijo es que se puede quedar en un punto medio, en el que cuando ella lanza chispas, el fuego comienza a arder de nuevo, el faro se ilumina, y el moribundo recupera el color de sus mejillas. Y todo ello sin que realmente se alcance la máxima potencia. Porque la verdad es, que no se ha consumado.
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