Soy el capitán de un barco que no responde al timón que maneja sus movimientos; viajo siempre a la deriva, y nunca veo tierra a lo lejos. El único paisaje que avisto es monótono y aburrido cuando llevas tanto tiempo mirando el agua del mar, y su oleaje. Aunque también es cierto que no tengo ninguna queja complementaria, pues de vez en cuando encuentro cementerios de barcos encallados, y el mío los evita con sospechosa maestría. También se zafa de las tormentas, que, en mitad de la noche, me sorprenden. Es algo asombrosamente rápido: el oleaje ruge, se alza, tan peligroso como majestuoso, ávido de destrucción; nada que ver con la relativa calma de la que se goza minutos antes a la transformación. El cielo se viste de luto, y no deja siquiera ver a la estrella Polar, solamente deja que veas la rapidez del rayo, el rugido del trueno, y la frialdad de la lluvia, que, por cierto, es incapaz de inundar el barco aunque me cale hasta los huesos.
Tal vez, lo que no me guste de esta situación, no es sino el hecho de tener que navegar siempre solo. Es posible que así evite los peligros del mar, pues mi barco siempre ha navegado sorteando todos y cada uno de ellos; pero entonces estaría perdiéndome unas experiencias que, si bien pueden no resultar placenteras, resulta odioso tener que prescindir de ellas.
http://youtu.be/T8pGjg73h9k
No hay comentarios:
Publicar un comentario