Se alza ante mí una interminable vía, que decido recorrer de noche, aún cuando las luces se apagaron antaño, y los peligros acechan en cada rincón. No sirve el grito ahogado frente a la sordera social, ni la señal visual frente a la ceguera colectiva del problema ajeno.
Los pasos retumban en mis oídos, construyendo caprichosas reverberaciones que me impiden pensar con claridad, aumentando el nivel de adrenalina en la sangre, pero también el miedo. El área de visión de mis ojos se estrecha de forma inevitable, y la baja luminosidad del lugar tampoco me hace ningún bien, pues solo puedo mirar hacia delante, caminar en ese único sentido, pero con la cabeza en lo que pueda haber a mi alrededor, sin poder mover un dedo.
Solo cuando llego a mi destino, consigo recuperar la normalidad: El latido del corazón se vuelve a niveles estables, el sudor de mi frente desaparece; y el campo de visión regresa a la normalidad. Es entonces cuando me pregunto si realmente se puede ser libre en un lugar donde, para conocer la seguridad, debes permanecer en un lugar cerrado; o, si no lo es, un lugar donde haya gente, concurrido, y ni aún así tienes la certeza de conocerla en su totalidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario