Empieza a llover. No sé desde cuándo me gusta la lluvia. Todo se remonta a un pasado tan oscuro que no quiero vislumbrar más allá de la oscuridad del presente. Me encuentro en la calle, y las nubes cubren todo el cielo bajo el que me encuentro. Una gota, y otra, y otra más... Decenas, cientos, miles de gotas que chocan contra el asfalto, las tejas de cerámica, los árboles, el cristal de los coches... Y sobre mi ropa, mi cabello, y mi rostro. Puedo observarme mientras camino, en los rincones donde nacen los charcos, espejos que deforman la realidad mientras están en movimiento. Me encanta que ocurra esto. De algún modo siento que no soy la única que derrama lágrimas cuando se siente mal, también el tiempo lo hace, de forma conjunta incluso, de forma que, al mirar mi cara, no es posible distinguir si lo que hay son lágrimas o gotas de lluvia.
Además, igual que los ojos se limpian con el agua, también se limpian los rincones más sórdidos de la ciudad. Dicen que las nubes grises y ennegrecidas crean un paisaje feo, triste, y deprimente, pero aquellas mismas personas que lo sostienen no dudan en teñir de suciedad el cielo, con humos contaminantes, e ignoran que el agua es el principio de toda vida, y su fin, el fin de esta enorme bola de hormigón armado llamada Tierra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario