El centinela del castillo se quedó dormido al caer la noche, y permitió que aquella ladrona fuese entrando día tras día. Primero fueron las banderas y sus colores lo que fue cambiando, después, las habitaciones, lúgubremente alumbradas, fueron iluminándose cada vez más; los muebles, ruinosos, dejaron paso a otros más nuevos, aunque con la marca de lo antiguo dibujada en ellos. Más tarde fueron las paredes, siendo sustituido el blanco por colores más alegres, como el azul; los suelos, desnudos, se llenaron de alfombras; las camas, con colchones viejos, se volvieron mullidas y suaves. Luego, los largos pasillos vacíos se llenaron con estanterías llenas de libros de autores tan diversos como Shakespeare, Tolstoi o Thoreau. Por último, las agrietas paredes resultaron arregladas, y en ellas, aparecían cuadros de Monet, Goya, o Corot.
No sé cuándo me percaté de aquella agradable intrusa, pero para cuando quise darme cuenta, ya había puesto patas arriba todo mi hogar, aunque debo decir que mejorándolo bastante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario