Conduzco en una carretera sin vehículos, sin normas, sin obstáculos. A veces el coche da bandazos, acelera bruscamente, o, por el contrario, da una fuerte frenada. No sé hacia donde conduce este coche, los faros solo iluminan una ciénaga pantanosa, en la que las luces confunden al viajero. Igual que el náufrago perdido en el mar, mi cuerpo desconoce su reacción.
De entre todas las engañosas señales, aparece una que se muestra fiable, y no es otra cosa que un ángel. No es que existan realmente, pero la mente es tan caprichosa que sabe reproducirlos, aunque en mi caso no se parece demasiado al modelo estándar. Perdió sus alas en pleno vuelo, y, en lugar del halo, sobre su cabeza descansa una corona de plumas del pasado invierno.
Es cierto que puede volar, pues su subconsciente le permite atravesar las barreras de la realidad, e instalarse en un mundo de fantasía, donde nadie, excepto quien lo comparta, puede acceder a él.
Y, lo cierto es que, aunque siga al ángel, y evite de momento el camino cenagoso, desconozco si voy en dirección prohibida, o si, por el contrario, me dirijo a un destino tan hermoso como misterioso, donde el ángel se vuelve de carne y hueso, y la única luz que aparece al fondo de mi vista, es la que irradian sus cristalinos ojos.
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