Salí a cazar en un duro invierno. La nieve, fría y veloz, me acuchillaba las mejillas con ayuda del viento; los pies, ataviados con buenas botas, se hundían varios centímetro en blanco y húmedo suelo, haciendo que tuviera que esforzarme mucho para avanzar unos pocos pasos. Ni siquiera la gruesa piel del abrigo me protegía contra las inclemencias del tiempo: empezaba a sentir frío.
Estaba a punto de abandonar la estúpida idea de cazar con aquel temporal, cuando, no muy lejos de allí, vi un estanque, en el que un cisne de color negro, era acosado por otros de color blanco. Se encontraba sin fuerzas, malherido, así que pegué un tiro al aire, para espantar a los indeseables, y me acerqué al otro. Como parecía estar con vida, me quité el abrigo, que ya poco me servía, y, con suma delicadeza, envolví al cisne en él. Lo sostuve entre mis brazos, y emprendí el camino de regreso a casa.
Siempre me gustó aquella casa de madera. Pero ese día no. El frío reptaba por las rendijas de la puerta, por las diminutas aperturas de la madera rajada, y no había forma de entrar en calor. Había dejado al cisne sobre la cama, convenientemente tapado, y, antes de curarlo, quería encender el fuego.
Pero no había forma humana de encenderlo. La madera, insuficientemente seca, solo servía para hacer señales de humo en un hipotético escenario del salvaje oeste. Al rato lo dejé por imposible, y me acerqué al cisne para curarle las posibles heridas, pero, al acercarme, no estaban ni el cisne ni el abrigo.
Busqué por toda la casa, pero no había ni rastro de ellos. Sin abrigo, sin pieza de caza alguna, muerto de frío y agotado. No podía tornarse ya peor el día. Decidí marcharme a la cama, aunque todavía faltaba para la noche, el atardecer estaba avanzado, y yo estaba derrotado.
Me despertó un ruido en mitad de la noche. A ciegas, busqué las cerillas, y encendí el candelabro de la mesita de noche. Ya había cesado de nevar, y aunque la nieve reposaba generosamente en la ventana, se podía ver el exterior. Una luna llena se dibujaba sobre un inmenso mar de copos blancos, de árboles caducos conquistados por el antónimo del negro, y los perennes pinos formaban dualidades diversas con el paisaje. La oscuridad, cerrada, con las estrellas tapadas por nubes grises, que se arremolinaban también junto al preciado satélite. El viento había cesado, y solo la calma parecía reinar, exceptuando los lejanos aullidos de los lobos.
El sonido causante de mi reciente vigilia había sido el crepitar del fuego, que estaba encendido. Mi cara de sorpresa fue de risa, pues no tenía ni la más remota idea de cómo había podido suceder aquello. Me levanté de la cama y fui a observar aquello más de cerca.
Entonces, se apagó el fuego, y la luz del candelabro. Apareció una figura femenina, iluminada solamente por la luz que daba la luna desde el exterior. Llevaba únicamente por vestido un abrigo, sin abrochar, capucha puesta sobre la cabeza: Aquel era mi abrigo.
No supe cómo reaccionar. Aquella magnífica figura se acercaba cada vez más, parsimoniosamente, con seguridad, hacia mí. Los pensamientos se agolpaban en mi cabeza a toda velocidad, como un accidente de coche en cadena, ¡pah!, imagine un montón de bólidos contra la pared.
De lo que no dudaba era que aquella mujer era hermosa, las líneas de su cuerpo, elegantemente definidas; sus pechos, contorneados; y la luz de sus ojos, más brillante que la luz que recibía la luna.
Cuando estaba prácticamente frente a mí, se quitó la capucha y dejó ver su larga melena. Lisa, con cabellos similares a hilos perfectamente formados de las manos de dioses artesanos.
Al estar junto a mí, me dio un abrazo, y, susurrándome al oído, me dijo:
- Gracias.
Se apartó un poco y me dio un fugaz beso en los labios. Inmediatamente después, mis párpados empezaron a pesar más y más, y mi cabeza no me respondía, solo podía caer rendido a la cama.
Al despertar, ya era por la mañana, y gran parte del color predominante durante la noche, había desaparecido. Caían gotas de los árboles marchitos, iluminadas por el sol naciente; el suelo, aún con una capa notable, era lo único que había sobrevivido. A mi lado, dentro de la cama, se encontraba el cisne que había desaparecido el día anterior, curado de sus heridas, y con un brillo en los ojos que me resultaba familiar.
A partir de aquel día, me encontré con unas experiencias similares, en las que, al anochecer, una chica cuidaba de mí, con la misma ternura que yo cuidaba a aquel cisne. Rara vez dijo palabra alguna, pero siempre que dormía junto a mí, sin caer yo presa de su embrujo, en mis oídos retumbaba una y otra vez un nombre: Helena.
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