Todo vuelve a su cauce, a pesar de la monotonía de los días, donde los sueños se disfrazan de rutina, y el horizonte aparece pintado de gris.
Un descenso a lo más alto de la melancolía, donde solo una distracción esporádica ejerce un papel de contención. No se han apagado las luces de la carretera, pues realmente nunca las hubo, y las piernas no pueden seguir corriendo cuando ya se han acostumbrado a la sedentarización.
Me sentaré ahí, al borde de la calzada, y esperaré a que pase algún coche que quiera recogerme, pero lo dudo. No hay ojos que puedan posarse en mí, no sin apartar la vista, pues la aureola del miedo rodea la esperanza que se disipa, y la pasividad del desconocido domina el techo del mundo.
Ya descansarán los pies.
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