Aquel día la ciudad parecía dormir por completo. Eran las cuatro de la mañana, y el único movimiento era el de los semáforos que marcaban el paso del inexistente tranvía. Se podía pasar por la carretera sin temor alguno, aún con el peatón de color rojo mirándote con enfado.
Es como si me estuviesen dando una llave con la que abrir el alma de esas calles, donde las luces hacían de las sombras todo un imperio que controlaban cada rincón. Fue entonces cuando lo vi. Allí, tumbado en el suelo, había un hombre. Borbotones de sangre por la boca, las manos en el tórax, aguantando a duras penas la marea roja que inundaba el asfalto.
Me quedé allí, paralizado, sin saber qué hacer. Decidí entonces acercarme, aguantando las ganas de vomitar, y soportando el olor que desprendía.
- ¿Qué ha pasado? ¿Quién le ha hecho esto? - Acerté a preguntar.
Su voz, apenas audible, acertó a decir tres palabras. Solo tres.
- Ya es... está aquí.
- ¿Quién está aquí? ¿Señor?
Demasiado tarde ya. Ya no respiraba. Le puse un pequeño espejo que llevaba conmigo en la cara, y nada. No quise tocar el cuerpo por razones obvias. De nada servía llamar a la ambulancia, así que fuí a una cabina pública y dejé recado de aquello. Yo no debía ser visto. No debía ser interrogado.
Con paso ligero me marché de allí, con el ruido de mis pisadas haciéndose ensordecedor. Es increíble lo que puede llegar a agudizarse el oído cuando lo que te rodea es un silencio mortal. Estaba alerta, ante cualquier movimiento que pudiese pertubar la aparente calma.
Fue ahí cuando apareció. Iba andando, tranquilo, un traseúnte despreocupado, que no llamaría la atención si no fuese la hora que era, y si no hubiese un cadáver dos calles más arriba. No podía ver bien su rostro. ¿Sabéis esa sensación que produce el alcohol en exceso que te difuculta la visión? Bueno, pues a mí no me hace falta probar ni gota. Quitándome las gafas ya me pasa. Y yo en ese momento no las llevaba. Se me cayeron en algún momento, y no sé cuando.
Eso explica que solo viese una sonrisa esbozándose en la lejanía. Eso justifica que saliese por patas, subiendo unas escaleras que habían cerca y que atajaban a un parque que quedaba más arriba. Pero era inútil. No escuchaba más pisadas que las mías. Ningún jadeo más que el que producía mi boca. El sudor, frío, a pesar de lo calurosa que era la noche, contrastaba con lo abrasados que sentía los pies.
Me giré un momento, y allí estaba esa persona. Siguiéndome el paso de forma perfecta. Se mantenía a la distancia suficiente como para darme esperanzas de huir, pero al mismo tiempo, la necesaria para atraparme si él quisiera.
- No tiene sentido que corras. No podrás huir. Solo he venido a devolverte algo.
Me detuve, curioso y escéptico a la vez. Preparado para defenderme como fuese necesario si la situación lo requería.
Se acercó, y, a pocos pasos de mí, me entregó un paquetito. Lo abrí allí, mientras el chico, sin dejar de sonreir, me miraba, expectante.
Dentro del paquete había, para mi sorpresa y asco, un cuchillo ensangrentado, y mis gafas, algo estropeadas y manchadas de sangre.
- ¿Por qué...? ¿Por qué me das esto a mí?
- ¿Cómo que por qué? Es tuyo. Te lo dejaste allí. - Respondió el chico, divertido.
- No lo entiendo. Yo cuando llegué ya había sucedido todo.
- Pues claro que sí. Lo que no sé es por qué volviste sobre tus pasos. Eso fue imprudente.
- Pero... El hombre dijo que "ya estaba aquí", refiriéndose a alguien.
- ¿Y qué esperas de una persona que va a morir? Se refería a su muerte. Que ya había llegado.
- No puede ser... ¿Quién eres tú?
- Me contrataste por si sucedía algo mientras realizabas el trabajo. Ya me imagino por qué. No pareces recordar bien las cosas, ¿eh? Anda, vámonos a deshacernos de eso antes de que la policía nos vea.
Para Andrea.
Palabras clave: Traseúnte, escalera, y suelo.
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