Empezó como un titubeo apenas audible, y fue aumentando de intensidad conforme los minutos iban cayendo al suelo. Sobrevuelan palabras sonoras sobre los oídos, llenando con rapidez el cerebro. Una luz llenaba el espacio, y una manada de osos jugaba a sus espaldas, junto a los árboles de madera. Iba desnuda, pero era tal la luminosidad de su cuerpo, que el destello impedía verle la piel.
Usted nunca vislumbró una metamorfosis igual, en la que la misma belleza se transforma en cisne y en ángel indistintamente, y su portadora devora nubes durante su viaje al cielo. Sus propios dedos sellan sus labios, mientras mi cuerpo arde en llamas inagotables que nunca causan secuelas más que en el interior. Me perdí en el laberinto de sus ojos, bien cierto es, al tiempo que la luz del sol cambiaba de color a lo largo de las horas.
Los cantos de la sirena se volvieron mudos y en su lugar apareció un libro de fantasía donde se podían leer las estrellas de sus manos. En esta ocasión logró derribar las pocas defensas que pude haberle puesto frente a su legión de plumas, y las murallas del castillo fueron derribadas por un desbordado río que llevaba enormes olas, solo dignas para surfistas expertos.
El cansancio invadía los sentidos, pero más fuerte era la sensación de bienestar al ahogarme entre aquellas arenas movedizas húmedas, y quería alargar mis dedos para poder tocar a aquella niña pequeña que se reía en la lejanía de la selva. Y entonces me encontraba con que se perdía entre los árboles y no llegaba a alcanzarla.
Y desde entonces corro entre la maleza, dispuesto a encontrarla, y tumbarme con ella en el suelo, porque en realidad no es una niña, es la musa que invade mi sueño y me lleva por caminos que nunca antes realicé. Es la pequeña M, una deidad perdida entre los confines de la Tierra, que solo es encontrada una vez cada mil años mortales.
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