Una orquesta de tambores camina por las calles de la materia gris cerebral. Los soldados disparan al aire con sus rifles, y se sincronizan con los golpes de la percusión. Pom. Pom. Pom. Y el corazón de un muchacho con un globo funciona al mismo ritmo que la estridente música que se escucha.
Caras largas, automatismo. Hoy la alegría se quedó en la cama con resaca. Ya llevaba muchos días de fiesta, y un exceso de alcohol sobrecargó los límites de la comisura de su boca. El ambiente se vuelve frío, protocolario, y el agua comienza a fluir por carreteras humanas, llena de sal y torpeza.
Y el niño que lleva el globo sabe que no puede detener lo que se mueve a su alrededor, y se pregunta cómo hacer que todo aquello desaparezca. Entonces echa a correr, el globo se escapa de sus manos, y se esconde en una casa de la calle M, esperando a que su propietaria vuelva, y, con un abrazo, aislar todo el ruido que llega de afuera.
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