En el torneo de los Tres Reyes, celebrado en Villa Penumbra; estaba a punto de disputarse el último combate.
A un lado de la arena, el paladín de la hija del señor del castillo, llamado K. Su escudo, una calavera negra sobre llamas granates.
En frente, su contrincante, J, un caballero errante. Su escudo de armas, un rayo de luz sobre cielo estrellado.
El pregonero inició las presentaciones, y M, que así se llamaba la chica, observaba expectante el que iba a ser el combate decisivo. El ganador podría quedarse con ella, o pedir una recompensa en metálico.
Un rugido ensordecedor llega desde el público, ávido de espectáculo. Las bancadas, de madera, parecían a punto de derrumbarse. Pero nada de esto importaba a los contendientes.
Una última mirada de odio entre los dos, y se colocan los yelmos. El suelo, húmedo por las lluvias, está embarrado, y en muchos puntos hay charcos enormes. Eso dificulta el movimiento, sobre todo si la armadura es pesada.
Esto lo sabía J, por eso llevaba piezas ligeras en el cuerpo, de las que solían llevar los arqueros. El inconveniente era que en pos de la agilidad, perdía mucha defensa. K, en cambio, parecía una mole de hierro impenetrable, una torre que apenas podría moverse.
Hicieron el saludo de rigor, y, al sonido de los cuernos, iniciaron el combate.
K empezó fuerte, con tajos de espada abiertos, potentes, fugaces. J bailaba a su ritmo, impotente. Parada y retroceso.
Al ver que así no podía seguir, echó a correr hacia el centro de la arena. K, más lento, se vió obligado a seguirlo. Suelta una carcajada de triunfo que se trunca cuando nota que sus pesadas grebas se hunden en el barro. La espada, lista para golpear a J, se mueve, torpe y sin gracia, y le deja vía libre a J para asestar un mandoble.
La multitud está en su máximo esplendor. Voces de apoyo a ambos enemigos, y la pasión por el combate avivan las emociones.
La espada de K se desploma en el suelo, y es devorada por el barro. Y, aunque K no se rinde, y sigue luchando con las manos, el resultado está marcado. J esquiva y golpea, esquiva y golpea, hasta que encuentra un punto débil entre los brazos, y sentencia.
Entonces, de repente, la gente se queda muda. Un silencio incómodo cubre la arena.
- Muy bien, K. Contra todo pronóstico has conseguido ganar, y como tal puedes elegir el premio, te lo has merecido. Di, ¿la mano de M, o el dinero? - Inquirió el señor de Villa Penumbra.
- La mano, señor. - Respondió, sin pensarlo apenas.
- Ya lo has oído, niña, baja con él y recíbelo como merece.
M se va del palco y baja a la arena. El vestido, blanco, se le ensucia por el barro, pero no le importa.
- Entonces, tú y yo estaremos juntos a partir de ahora, ¿no? - Le preguntó M, con los oscuros ojos brillando.
- Sí, si es vuestro deseo.
- Claro que sí. - Sonrió.
Acarició su pelo, negro y largo, bien cuidado, y, mientras lo hacía, ella lo besó. Fue algo instantáneo, veloz. Inolvidable.
Entonces se escuchó el murmullo del aire y una fuerte ráfaga invadió el lugar. Cuando J pudo mirar a su alrededor, vio que no había nadie. Solo M.
- ¿Dónde ha ido la gente?
- ¿Qué gente?
- Pues... La que había aquí, como tu padre y K.
- No te entiendo. Estamos solos.
- M... ¿No me estás engañando?
Pausa de extrañeza.
- Claro que no. Además, no me llamo M. Soy Soledad.