Me encontré a Dioniso junto con Apolo, en un terreno de nadie, donde la gente se mueve polarizada. Señalan que hay cosas que no pueden complementarse, que los vicios mundanos no tienen cabida en el placer intelectual.
Yo hice caso omiso, y les abrí mis brazos a ambos. No me quedo en el rincón, me muevo entre los espectros, entre las gamas de colores; y observo. Compartir amistad entre tribus urbanas irreconciliables, asomar la cabeza a las puertas del coma, sin por ello perder mi identidad o mi prudencia. Me he sentado con personas con la seriedad por bandera, y otras que traspasan los límites de la locura.
Quizá mi acierto, o mi error, es que no me acerco demasiado a esos pozos, y me quedo con una dosis moderada. No sentiré a flor de piel los extremos de esas acciones, o de las emociones ligadas a ellas, pero no lo considero negativo; un exceso de algo, unido a la carencia de su contrapeso, lleva a la perdición.
Y lo sé porque el odio no activa ningún resorte en mi cabeza.
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