Las viejas ramificaciones se unen con
las nuevas, dentro del árbol milenario de la ciudad. Las sombras se
esconden entre los pulmones de la vida, y todo viajero sabe que puede
ser atraído por el afilado corte de la curiosidad. No sabes qué hay
en cada portal, en cada esquina, cuando tus pasos te llevan a lo
antiguo.
¿Qué se esconde tras las máscaras de
la gente? Ellos también respiran la oscuridad de la ciudad. Algunos
conocen bien por dónde se mueven los monstruos y prefieren
evitarlos. Otros, en cambio, se unen a ellos para aumentar las
legiones. El humo de las tinieblas puede deslizarse por el gaznate,
entrar en las venas diluido en sangre, o meterse por la nariz,
carcomiendo el tabique con su mala praxis.
Todo visitante es atraído por la falsa
luz atractiva de los neones, que indican el camino hacia el negro
palacio de la noche. Claro que, todo tiene un precio. Nada es gratis
en la cuna del placer.
Intrincados callejones hacia la locura,
nuevas experiencias, donde los museos de lo cotidiano cambian de
exposición conforme pasan las horas. Los templos de los abstemios
solo se llenan una vez, durante el día, hasta que los cubren las
alas de la bruma, la niebla de los sentidos, los jinetes tenebrosos.
Los cuadros de la gente se difuminan, y se confunden, surreales,
extraños, obras de Monet en la distancia. Ser parte o no de la
ciudad, te preguntarás. Fundirse con los muros, las pisadas
uniformes del espectro que lo controla todo. O correr persiguiendo la
salvación, en contra de los designios del corazón, que domina los cerebros
de la gente que entra en su circulación.
Si me preguntas a mí, no sé qué
decirte. Si me preguntas a mí, puede que no sepa la respuesta.
Porque nunca traspasé la línea que separa la ciudad de mis pies.