Él esperaba sentado a que alguien
fuese a llevárselo. Lo que no sabía era que nadie haría eso. Nunca
se había parado a sembrar nada, tan descuidado como era, y, aunque
la soledad vivía haciéndole compañía, se las apañaba y se
consolaba pensando que algún día llegaría una persona que lo
salvaría.
No le gustaba su entorno. Había
crecido aprendiendo a recluirse de aquello que no le gustaba. El día
a día. La ignorancia que rezumaba de las demás personas. Las
burlas, los dedos acusadores sobre el fantasma extraño que
representaba. Un golpe invisible tras otro, junto a algunos de
verdad, habían hecho de él la persona que era. Quizá no era
especial, es cierto, pero aprendió a valorar los pequeños gestos,
las palabras amables y las sonrisas sinceras. Aprendió a valorar
aquello que escaseaba entre los laberintos de la calle.
Encontró las manos amigas entre hojas
de papel manchadas de tinta, los ojos que no apuñalan, y la burla
que no destroza, se quedaron entre las esquinas de la mente.
¿Cómo puede quejarse la voz colectiva
de su reclusión entre las plácidas cárceles del conocimiento,
cuando fueron los hijos bastardos del odio y el rencor los que
apedrearon su frágil escudo?
¿Cómo puede quejarse si aquello que
resulta diferente es presionado hasta la destrucción? Quizá con la
salvedad de que si vuelve al redil se le protegerá de las
dentelladas de las ovejas blancas.
Y ahora, cada vez que intenta crear una
relación productiva, le tiemblan las manos al sujetar la regadera.
Porque la realidad duele. La realidad asusta. Porque los monstruos de
verdad no son ficticios.
Te saludan por la calle.
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