Aún lo
recuerdo con claridad. Mis padres me habían mandado a casa de mis
abuelos durante el verano porque ellos tenían turnos dobles en el
trabajo y no podían quedarse conmigo. Yo tendría unos diez años.
La casa,
situada a las afueras de un pueblo llamado Alnea, sólo tenía otro
edificio limítrofe. Todo lo demás era un enorme cañaveral con
aguas estancadas que, en época de lluvias, inundaba la zona, y a
veces también las viviendas. Aquel día habían muchos mosquitos; y,
posados sobre el tendido eléctrico, muchos cuervos graznaban y
revoloteaban. Me ubicaron en una habitación del segundo piso,
sobria, con pocos adornos. Los pies de mi cama daban a una ventana
desde la que se podía ver el cañaveral, y también la luna por la
noche, cuando la había.
Todo
transcurrió con normalidad los dos primeros días, aunque no había
mucho que hacer. A veces mi abuelo me llevaba con el coche a su
huerta, que estaba a unos 15 minutos de allí. Otras, me quedaba
leyendo una colección de fábulas que me habían regalado por mi
cumpleaños. También veíamos la televisión, pero nunca me dieron a
elegir canal alguno.
Sin
embargo, ese halo de normalidad se perdió en la tercera noche. Ahí
empezaron los problemas. Debo decir antes de nada que mi sueño es (y
era) muy ligero. Desde siempre me ha despertado el más mínimo
ruido. Es por ello que lo que ocurrió a continuación no fue fruto
de una mera ilusión. Estoy seguro de lo que vi aquellos días.
Como
decía, en la tercera noche sucedió algo que yo no esperaba. Un
ruido sordo, similar al golpeteo de una ventana, me despertó.
Entonces, al abrir los ojos, me encontré con una figura que me
observaba desde el cristal.
Estaba
oscuro y no había luz artificial en las afueras, pero podía ver con
claridad gracias a la luz de la luna. Su expresión era horrible, y
me miraba con unos ojos llenos de terror. Tenía una mandíbula
desencajada y toda esa parte de la cara estaba con un color morado
similar al de los cardenales.
El caso
es que, al verme despierto, se llevó el dedo a la boca. Me pedía
que guardase silencio. Yo no podía moverme. Los músculos,
paralizados por el miedo, me aprisionaban a la cama como cuerdas
invisibles. La voz, aunque hubiese querido hacer uso de ella, se
había escondido en el último rincón del cuerpo.
A los
pocos segundos, que bien pudieron haber sido horas, la sombra
desapareció. Aguardé un poco a que se calmasen mis nervios, y me
asomé a la ventana. No había nadie allí. Tampoco en la zona que
alcanzaba la vista. ¿Se había esfumado? ¿O había tenido una
pesadilla?
Al día
siguiente les conté a mis abuelos lo ocurrido y me regañaron. Me
dijeron que no había ningún hombre allí, y que, por supuesto,
nadie había estado en la ventana. Que no me asustase por tonterías.
En ese momento pensé: “Si lo dicen ellos, será”. El desengaño
llegó dos noches después.
Convencido
como estaba de lo que me habían asegurado mis abuelos, pasé con
tranquilidad esas dos noches, sin ver a nadie, y reforzando mi
convicción de que todo había sido un mal sueño.
Quizá
por eso, en la sexta madrugada, mis sentidos se negaron a creer lo
que percibían. Otra vez ese golpe. La mirada llena de pavor en unos
ojos acuosos y negros. La petición de silencio, y la posterior
desaparición. Tuve que aguantar las lágrimas. Mis abuelos me habían
engañado y yo me encontraba solo frente a un peligro cuya magnitud
desconocía. Me negué a contarlo al día siguiente, pues temía la
ira de mis abuelos.
Esa
situación se iba repitiendo de forma regular y con pocas
variaciones: Después de la noche donde aparecía el extraño
visitante, existían dos en las que dormía tranquilo. Esto continuó
así durante nueve días más. Transcurrido medio mes, algo cambió.
Mis
abuelos me notaban apagado, triste. Apenas comía. Aunque parezca
fácil acostumbrarse a esa rutina, el caso es que mi cuerpo y mi
mente no lo asimilaban. Tanto era así, que la tregua de cuarenta y
ocho horas que se me concedía la pasaba aterrorizado, pensando que
pronto me tocaría vivir aquella situación. Las broncas de mis
abuelos ya no me hacían efecto. Había veces en las que sólo quería
volver a casa, aunque me repetían que no podía hacerlo.
En el
quinceavo día, sin embargo, noté una cosa distinta. Yo ni siquiera
estaba durmiendo, pues mi cuerpo, alerta como estaba, ya no podía
pernoctar en las fechas señaladas como visita. Llegó, como de
costumbre, el hombre extraño. Ahí vi que no tenía el brillo del
miedo en sus ojos. Una alegría le llenaba el alma por completo. No
como a mí, que parecía estar perdiendo la dicha y las ganas de
vivir. Tras hacer su gesto, se marchó.
A la
mañana siguiente, le pregunté a mi abuelo por las personas que
vivían al lado. “No vive nadie”, me contestó. “Sin embargo,
puedo llevarte a ver la casa, tengo una copia de las llaves”.
Accedí a su petición, consciente de que él no habría propuesto
eso en circunstancias normales. Sabía que accedía porque mi estado
de salud parecía preocupante y quería animarme.
Una vez
dentro, me llamó la atención un cuadro que había colocado sobre
una chimenea. En él se veía a un hombre sonriente que guardaba
mucho parecido con el que veía yo cada tres días. “Qué raro”,
mencionó mi abuelo. “Jaw siempre ha sido un hombre serio y huidizo
desde que volvió de la guerra”.
Al ocaso
del día siguiente, aprovechando que mis abuelos habían salido a
comprar, cogí las llaves de la casa contigua, algo de leña,
pastillas incendiarias y cerillas. Tenía prohibido usar fósforos
pero en aquellos momentos me daba igual. Entonces, una vez encendido
el fuego en la chimenea, cogí el cuadro.
Lo
observé por última vez, pero lo solté de inmediato al suelo. El
hombre que allí aparecía me escrutaba con una expresión de temor y
tristeza que nada tenían que ver con la que tenía el día anterior.
Me sobrepuse a aquella visión, y lo lancé al fuego. El furor de las
llamas lo lamieron hasta consumirlo. Poco después llegó mi abuelo y
me llevé un par de azotes. A pesar de todo, en mi interior bullía
una calma increíble. Me sentía liberado de un peso enorme, como
cuando algo que te aprieta el cuello deja que vuelvas a respirar.
Después
de aquel suceso, no volví a ver aquella figura en la ventana, y el
resto del verano transcurrió con normalidad. Ya no me asustaba, y
volvía a sentirme feliz, pues ya nada molestaba mis noches.
Quizá
lo que más me aterroriza de todo es que hay días, cuando me siento
triste, en los que el espejo me muestra el rostro de Jaw observándome
con una sonrisa.
Seleccionado en concurso de relatos de terror, "En la oscuridad", de Carpa de Sueños.
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