La copa se posa sobre los labios, y el tintineo de una lluvia que no cae sacude el alféizar de la ventana. Un hombre mira su periódico, sin saber que lo que lee ya sucedió años atras. Se escucha el piar de unos pájaros que no existen, y un sol que está apagado alumbra el salón.
Una línea dibujada en el suelo se divide, y aparecen dos letras, revelar cuáles sería inútil. El color rojo empapa ligeramente al otro color, desconocido y buscado, por manos que jamás lo tocarán. Ha pasado tiempo desde que llegué a esta casa. Vine sólo para tomarme un poco de Marina y largarme, como siempre he hecho. No lo conseguí. De alguna manera, el trazo misterioso del suelo, llamaba mi atención.
Decidí volver a diario a esta casa que en realidad nunca he pisado, y cuyas paredes desconozco. Recuerdo preguntarme a mí mismo, ¿por qué este lugar? Ni siquiera hoy conozco la respuesta, pero sí unas pinceladas de lo que me atrapa. Pasaban los días y, junto a esa línea sin color definible, apareció otra, roja, como antes mencioné. Por alguna razón, ambas se tocaban, pequeñas motitas aparecían en el camino, y, no obstante, parecían destinadas a no cruzarse jamás.
No piensen que me dediqué a estar sentado en aquella habitación. Cogía mi libreta y me ponía a contar lo que aquella forma del suelo me hacía sentir cuando la miraba, y muchas veces se lo hacía saber, leyéndole en voz alta lo que tenía. Al principio, sólo había un amago agradable, un regusto de inquietud ante lo desconocido. Se sucedieron los meses y aquel acercamiento iba en aumento. Una sensación indescriptible me embargaba, el extraño anhelo de estar con aquella rayita que cruzaba el espacio, la necesidad de notar su universo. Aunque sabía que no podía. Ella y yo estábamos en planos diferentes. ¿Cómo puede una línea de pintura estar conmigo? ¿Cómo puede siquiera pensarlo?
Creí que enloquecía. El problema era que, cada vez que la miraba, cada vez que la notaba, algo explosionaba en mi interior. Cómo me gustaría poder contarles esa emoción. Era como tocar lo imposible con la punta de los dedos, y beber del agua que ya se ha secado, y soñar con bosques que nacerán cuando ya no quede nadie. Era poder resolver problemas matemáticos sin conocer el por qué de la solución, era crear palabras que siempre estuvieron ahí pero que no usaba ninguna persona.
Yo no debía tocar la línea. Quería, y, a pesar de lo narrado, algo me hacía pensar que no era posible. De alguna manera sabía que se comunicaba conmigo. Me hacía ver que lo que hacía yo no era en vano, y me llegaban retazos de sus sentimientos, igual que una débil gotera sobre las baldosas. 'Plim, plim'. Y yo con eso era feliz. Porque entendía que yo no era una raya, y que, aún así, podíamos estar unidos, aún con tanto en nuestra contra.
Un día, sobre la mesa, encontré un papel. Las letras cambiaban de color a cada segundo. "Lo siento mucho", decía, "pero yo no puedo responder a las olas que en tu mar se mueven. Aprecio lo que haces, lo que ocurre es que no puedo dejar que sigas viniendo si esto de alguna manera te provocara dolor".
Aquello me dejó de piedra. No pude más que contestarle que no había cabida para la huida, que quien estaba viviendo el proceso era yo, que había estado yendo a la habitación día tras día. Lamenté ser un humano, y que ella fuese una raya del suelo, pero había cosas que no se podían cambiar. Tampoco cambiaba lo que mi interior experimentaba.
Seguí yendo, año tras año, y, ante mi estupor, me di cuenta de algo. Tanto la línea a la que yo quería, como la de color rojo, se habían expandido por el suelo de la habitación. Cada una ocupaba la mitad del tablero.
Una lágrima de alegría se deslizó por mi mejilla.
https://youtu.be/ub8J5SSn8DA
No hay comentarios:
Publicar un comentario