Al mover la pieza, echó un vistazo al tablero. Ya había perdido las torres, un alfil, y un caballo. Le gustaba pensar en el ajedrez como si se tratase de una guerra de desgaste. "¿Por qué ir rápido a ganar? Eso no es emocionante.", pensaba.
Lo que no sabía es que él podía perder. Que la supremacía total no existe, y que la persona sentada enfrente podía no pensar igual. Y él, él iba por delante en piezas, pero bastante detrás en estrategia.
Y es que, cuando llegaba el turno de su contrincante, este se quedaba pensando, sin decir palabra. El reloj, parado, hacía de ese tiempo algo interminable.
"¿Por qué no mueve ya?", "¿Por qué se piensa tanto el hacer algo, incluso cuando le dejo en bandeja mis piezas?"
Aaah, ¿cómo no va a reflexionar si haces eso? "Es una trampa", piensa el rival. Y estudia movimientos. Y se queda al margen del juego. Crea incertidumbre. La inseguridad de quien no quiere perder, frente a la impaciencia del que quiere ganar. Cosas parecidas, no iguales.
Y en esta partida, vencer puede significar perder, y una derrota puede traer una victoria. La pregunta es, ¿quién debe ganar?, ¿pueden ganar ambos?, ¿y perder?
Lo único que se saca en claro es, que si ellos se levantan de la silla, y dejan el tablero así, cuando vuelvan a sentarse, todo seguirá igual.
Aunque también pueden dejar la partida y comenzar la victoria.
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