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martes, 8 de octubre de 2013

Flores para el cementerio

Era un día nublado. El sol se escondía tras las nubes grisáceas, mientras que mis piernas se movían solas por las calles. No sabía hacia donde iba, ni qué haría a lo largo del trayecto. Después de un rato me salí a la periferia, y, a mi alrededor, habían zonas donde crecían flores muy diversas. Supe que debía coger, atrapar muchas entre mis manos, hasta hacer un ramo generoso.

Blanco, rojo, anaranjado, y rosáceo; esos eran los pigmentos que batallaban entre ellos para llamar la atención del ojo humano. Continué mi camino, en una carretera de sentido único, sin vehículos, yo solo. No lo sabía, pero estaba en dirección hacia el cementerio. Una verja enorme se alzaba flanqueada por un blanco muro que abrazaba el terreno de la muerte. Entré en el lugar, y, caminando sobre las piedras que marcaban el camino entre la hierba, iba observando el lugar sin dejar de andar. Los cipreses, alargados, gobernaban el lugar. Y, bajo su regio mandato, el viento se moderaba lo justo para acariciarlos y moverlos levemente.

Parecía que iba a llegar a mi destino, cuando vi a una chica con un vestido blanco, de espaldas, delante de una lápida. Al escucharme, se giró, y sonriendo, dijo:

- Te estaba esperando. ¿Eso es para mí?- Preguntó, muy contenta, señalando el ramo de flores.

Asentí con la cabeza, y al darle el ramo, posó sus labios sobre los míos, durante un par de segundos. Me cogió de la mano y salimos del cementerio.

Y, en la descripción de la tumba que acababa de dejar atrás, se leía: "Aquí yace Soledad".







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