La vieja le dio un cuenco de agua. Él, sediento, bebió con avidez, pero cuando hubo bajado el frío líquido por el gaznate, dejó de beber. Sabía fatal. Tenía un regusto a metal, a ruina.
- No beberé más. Gracias.
- Sabes que eso es mentira.- Respondió la vieja.- Querrás más.
Los ojos se cerraron, cansados, y se durmió en la cama. Una playa donde una chica corría tras las olas. Un sol que nunca había visto. La timidez apretando la garganta, frente a frente con la belleza de lo desconocido. No fue tras ella. Ya sabía lo que iba a pasar. La marea siempre arrastra el optimismo.
El pelo le caía como una cascada de petróleo sobre unos blancos hombros desnudos. La veía correr, pero las olas siempre la alcanzaban. “No se puede escapar del destino”, pensaba él. “Es como esas olas, muchacha, da igual lo que intentes, siempre te arrastrarán.” Aún así, ella no perdía su sonrisa, y seguía corriendo, cayendo, y tragando agua salada. Él seguía mirando.
Ya estaba oscureciendo, y la chica del pelo negro se tumbó en una toalla, exhausta. Una lágrima cae sobre el rostro del vigilante. “Todo es igual”, se lamentó. “Nada cambia, sólo mis movimientos. Y están abocados al fracaso.” Él ya había estado allí antes, en aquella playa, con un sol distinto. Y también la había visto a ella. Aunque en esa ocasión se acercó a hablarle. Y el resultado fue una explosión de esperanza, que terminó por apagarse. Por eso ahora no hacía nada. Se limitaba a observar. Igual que se observa una flor que crece al borde de un precipicio.
Despertó. La garganta le picaba de la sed, y, debido a la pesadez del sueño, apenas se dio cuenta de que se había acercado a beber del cuenco de agua que sabía fatal. Calmó la sed, a un precio elevado. Dejó el cuenco al percatarse de ello.
- ¿Te lo dije? - Inquirió la vieja.- Sabía que volverías a beber. Todos le echamos un trago al dolor aunque no queramos. Aunque no nos demos cuenta...
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