Era una marioneta a la que los hilos habían apretado fuerte. Un paso titubeante, la expectación del público y una banda sonora que retumbaba en la madera. Una danza se dibujaba y encajaba con la música, rígida, encorsetada. Un golpe seco tras otro.
El titiritero levanta una pierna, tumba el cuerpo o desliza su creación por el suelo. De repente, un movimiento inesperado. Nadie lo notó porque nadie veía las cuerdas, la mano, pero en mi interior pude sentir el crujido de las ataduras desligarse. Ya la muñeca no era tal, sino un vendaval que, furioso, rompía con la estrechez a la que se había sometido. Un paso tenso, un movimiento de transición, y una nueva interpretación de la canción.
Ella volaba y creo que a veces yo también. Todos los ojos vieron la misma belleza de principio a fin, y los míos supieron diferenciar momentos. Si un grito silencioso era lanzado, mi voz ausente se sumaba. Si era un suspiro de alivio, mi cuerpo se destensaba al mismo tiempo. Las mismas cuerdas que la ahogaban me quitaban el aliento, y la misma sensación de alivio que sintió al liberarse recorrió mi cuerpo.
Si sus manos tocaban el aire, yo me volvía uno con el aire. Si su cuerpo rozaba el suelo, era yo quien notaba los crujidos. Todo alrededor se había congelado y las emociones flotaban. El espectáculo se rompió como si un cristal hubiese sido destrozado en miles de partículas. Saludó con los trozos de cáñamo aún en su cuerpo, y supe que algo había cambiado. Mientras intentaba entenderlo, una lágrima me acarició la mejilla.
Quizá había cambiado yo.
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