Nunca había cogido un tren. Aquel día
lo hice. Fui a parar a una ciudad que engullía a la gente entre sus
fauces. Tú ya me habías visto antes, en las diminutas salas de lo
que yo podía ofrecerte. Solías decirme que era un regalo de
cumpleaños que te había hecho tu madre, y, sin embargo, para mí también lo
fue.
Se paró el reloj en el andén, aunque
tú nunca te diste cuenta. Estoy seguro de que sin ti me habría
perdido entre la marea de gente y los laberintos artificiales. Los
parques eran una constante en nuestras rutas, y el colorido que le
faltaba al verde de la zona lo llenaban tus ojos y tu sonrisa.
Siempre nos quedábamos fuera de los palacios, viendo la fachada y a
los guardias, porque sabíamos que algo tan grande sólo podía
guardar frialdad en el interior.
Recuerdo las flores cerradas, las
veladas nocturnas y las risas haciendo eco. Pero tuve que marcharme,
y ya no volví a verte. Las olas me traían tu nombre, y las cartas
que nunca escribimos quedaron en la memoria. Tuve que aprender a ser
la persona solitaria que era, despegarme de la ausencia.
No funcionó por completo, ya lo ves,
sigo aquí años después, pensando en ti y en lo que pudo haber
sido. El amor que trepa por las ramas no es aquella explosión de
fuego y agua, sino un apacible río que jamás se seca ni se
desborda. Un sentimiento de cariño frente a la locura del abandono.
Y sé que las palabras ya no acarician
como antes, y que el pulso no vibra de la misma manera. Podría decir
que son restos de edificios más grandes lo que contemplo, aunque me
estaría engañando. Porque los recuerdos se pierden por el camino, y
lo que se rompe lo tiramos.
Ninguna de las dos cosas ocurrió aquí
dentro.
Seleccionado en el Concurso de relatos "Recuerdos", de Letras con Arte.
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