Una vez encontré en el bosque a un ruiseñor que se había quedado mirándome. Debía de ser la primera vez que veía a alguien como yo. Me acerqué a él, y le dejé algo de comida. Me miró, agradecido, como si quisiera decirme algo. Ese día no lo hizo.
Para que lo entiendan, aquel bosque era el que había cerca de la residencia de mis tíos, y yo sólo podía pasar allí los meses de verano. Decidí que, cada día hasta que llegase la hora de mi marcha, iría a ver al ruiseñor.
Cuando yo llegaba, él se encontraba en su nido, como esperándome. Yo le hablaba y le contaba cosas que nunca habría revelado a una persona. Él me miraba, y daba la impresión de que me entendía. A veces abría el pico, pero jamás se escapaba sonido alguno de su interior. A mí me daba pena porque nunca había escuchado a un ruiseñor cantar y me habían dicho que era algo precioso.
Sin embargo, aquella rutina no terminó. Aunque el pájaro no respondiese a nada, yo me sentía feliz allí, rodeado de árboles, de la brisa, con aquel ser que se quedaba a hacerme compañía.
Tanto era así, que conforme se acercaba el final del verano, menos ganas tenía de irme. Aquel pequeño animal me había cautivado con su presencia, con su mirada. Por extraño que parezca, en mis entrañas sentía congoja por no poder alargar mi estancia en casa de mis tíos. Así se lo hacía saber al ruiseñor, que se limitaba a mirarme con tristeza.
Cuando llegó el último día, me encontré al pájaro, como ya venía sucediendo.
- Hoy tengo que marcharme.- Le dije.- Me hubiera gustado escuchar tu canto alguna vez en todos estos días, para así llevarme un recuerdo de ti. Ojalá vuelva a verte el próximo verano.
El pájaro me miró, y, como si el aire se fuese de repente, cayó hacia atrás. Había muerto. No pude evitar llorar. Aquel día lo recuerdo caluroso, lleno de humedad pegajosa. No comprendía mi mala suerte.
Yo volví a mi ciudad, y le comenté lo ocurrido a un amigo ornitólogo.
- ¡Ah! ¿Y te sorprende? Lo que ocurre es que ese pájaro quería cantar pero no podía. Se había tirado los días escuchando tu voz, acostumbrándose a tu presencia y creando un vínculo. Y cada vez que quería decir algo, se le atragantaba en la garganta poco a poco, como un puño que te atraviesa. El colmo fue cuando le dijiste que querías escucharlo. El pobre no lo pudo aguantar y se ahogó.
- ¿Murió por mi culpa?
- No, no te culpes. Murió de ganas.
Sin embargo, ha pasado el tiempo, y, en mi cabeza, escucho al ruiseñor cantar.
¿No sería que yo no quise sentirlo?
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