Yo también viví cuando
los aullidos del lobo
inundaban el bosque,
helaban las venas.
Encontré las piedras
allí puestas, en fila,
sobre las viejas ilusiones
de un viejo continente.
Vinieron conmigo
acompañantes crueles,
y me dejé familia atrás,
no se puede elegir.
Vinieron conmigo,
aunque yo no quise:
sobre mi hombro, el miedo,
sobre mi cabeza, el hambre.
No monté en los barcos
de la sal y la locura,
de la huida hacia delante,
nunca pude pagarlos.
La costa de Kos es sólo
otro despeñadero,
el primero de muchos
que aguardan detrás.
No, yo no monté, quise
gastar esta suela de piel
llena de rajas y sangre,
besando el pasado.
Había vallas tras las rocas,
pero yo las trepé,
aunque el rumor lejano
del guardián acudía.
Escuchaba los cuernos
de guerra llenar el cielo,
las manos desconocidas
sujetando las ganas de seguir.
Me golpearon, es cierto,
entre los maizales
también caminan los
soldados de la tierra.
Y atrapan las voces,
los gritos angustiosos
han sido un eco eterno
sobre los oídos del mundo.
También los niños
juegan a sobrevivir,
allí donde las reglas
las ponen otros jugadores.
Y espero aquí, sentado,
frente a una puerta
que no puedo ya abrir,
inexpugnable salvación.
Un juez al otro lado
dictará sentencia a mi
despreciable delito:
abandonar la muerte.
Y entre la miseria que
trae el barro, aparece
la vida que se avergüenza,
que se debate.
Las serpientes más peligrosas
no reptan sobre las manos
de los infantes que fallecen:
se esconden lejos.
En el suelo yacen las lágrimas
de los que cayeron por el camino,
las súplicas de los que
se quedaron a la espera de noticias.
Y por las noches llegan
siete jinetes oscuros,
arrasando la moral y la fuerza,
con sus espadas invisibles.
Dicen que llevamos marcado
un estigma, una huella, y es
que en el imperio de la suerte
nacimos en otro sitio.
Pero, dejadme,
¿es que no lo veis?,
el odio y la indiferencia
matan más que las bombas.
Cerraré los ojos una vez
más, deseando que al
despertar, las puertas
que se hayan abierto
no sean aquellas que
guarda San Pedro.
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